Las ciudades, como los pueblos en general y los Estados, no se pueden detener. Ni aún en una crisis como la presente deben permanecer estancados. El crecimiento del conjunto depende en gran medida de los entes menores, de los pueblos y ciudades, como decía al principio.
Huelva es una ciudad mediana con tintes de pequeña. Exceptuando el crecimiento urbanístico durante la burbuja inmobiliaria, ni antes ni después se ha caracterizado por su capacidad de reinventarse. Los políticos no han dado más de sí porque la sociedad misma tampoco lo ha hecho y así, no se ha engendrado el cambio tan necesario.
Por qué Huelva se ha conformado hasta aquí con la poquedad de sus administraciones, no es un misterio. La desmovilización de la ciudadanía, del electorado es, en buena medida, mal endógeno y en otra parte, fruto de la acción política sin variaciones. Un ejemplo de ello es que en las elecciones de 2015 el actual alcalde y su equipo de gobierno habrán pasado veinte años administrando la urbe. Las quejas se multiplican, esencialmente en los barrios y sin embargo, en época electoral, las justas protestas y demandas de los vecinos son neutralizadas con promesas que nunca se cumplirán o que, caso de llevarse a cabo, supondrán un nuevo aumento de la desorbitada deuda municipal.
Sería incomprensible, desde cualquier punto de vista, que una nueva mayoría absoluta se repitiese y, no obstante, la duda es razonable. La presencia una vez más de Pedro Rodríguez en las listas del PP podría seguir originando suficiente confianza si la oposición –la actual y la que pueda aparecer para los próximos comicios- no suscita nuevos proyectos de crecimiento. Un cambio de mentalidad ha de producirse entre los ciudadanos y hacerlo en sentido centrífugo, o sea, con deseos de proyección y permeabilidad a las cosas nuevas. Huelva no puede seguir contemplándose a sí misma como una isla en el conjunto andaluz y español. El puro conservadurismo impreso durante los largos años de gobierno periquista tendría que dar paso a la ilusión por otras medidas, otra forma de gobernar con mayor implicación ciudadana y con clara apertura al exterior. Hay que derribar las fronteras mentales autoimpuestas por los onubenses y reforzadas por quienes gobiernan la ciudad. La parsimonia no ha sido buena consejera.
Cualquier opción que quiera responsabilizarse de la administración local bajo un signo económico tan negativo como el de ahora, habría de hacerlo informando a los electores de la realidad que vivimos, cuánto se ha gastado, cómo se ha hecho y quiénes son los responsables directos de la deuda sin parangón que heredará la ciudad entera.
Además, debería saber ampliar la base social que acuda a los comicios atrayendo a los jóvenes a las mesas electorales y no realizando falsas promesas y dejando clara la necesidad del pacto solidario entre votantes y sus representantes que traiga una forma de gestión honrada y eficaz para salir del atolladero. Sea quizás solo así que se pueda reunir la energía suficiente para romper el estatus actual desde un gobierno dinámico y cercano. Hay que infiltrar al conjunto de los onubenses la necesidad de cambio en las ideas, los posicionamientos y las actitudes. De otro modo, nada cambiará, gobierne quien gobierne y tras tantos años a la espera activa, quienes ya no puedan seguir respirando bajo las aguas espesas de la presente situación no les quedará más opciones que la resignación eterna o el extrañamiento real o interior.