(Texto: Javier Berrio) El hábito de enjuiciar a los otros corroe a la humanidad. Es fácil, nos hace tomar distancia sobre los otros y nos ayuda a abundar en la idea de que somos mejores que los aquellos. Según avanza la crítica sobre otro ser humano –nuestro hermano-, llegamos a convencernos de que nuestros pensamientos, sentimientos, emociones, estilos de vida, etc., son preferibles a los ajenos. Medimos a los otros desde lo que somos o creemos ser en vez de ponernos en su lugar para ver por qué o para qué cada cuál es como es o pasa por la situación que le haya tocado vivir. Eso, que se llama empatía y que la mayoría de los humanos dice practicar, es esencialmente una carencia porque, en la práctica, las personas son sustancialmente egocéntricas.
Juzgamos a la vez que nos libramos de nuestro sentido de culpa inconsciente. De hecho, el juicio no tendría mayor trascendencia si se tratase de una opinión pero, tras el mismo, suele venir la condena y el castigo; la exclusión y, por lo tanto, el sentido de pecado y el escarmiento. Esta conducta obedece al sistema de pensamiento del ego, ese constructo fabricado a base de mensajes y creencias erróneos que a lo largo de nuestras vidas han construido un edificio con cimientos de adobe.
Enjuiciar nos coloca en una posición de supuesta ascendencia sobre los otros y nos convierte en potenciales dioses. Emitimos veredictos y pontificamos sobre la conducta de los otros como si fuésemos omniscientes y conociésemos todos los elementos y circunstancias que elicitan las conductas de nuestros semejantes.
Curiosamente, lo que la mayoría ni se plantea es que no vemos a los otros como son, sino sobre la opinión que nos hemos formado de ellos. En realidad, no los vemos, los proyectamos. Advertimos lo que queremos o podemos contemplar, no la realidad del sujeto al que enjuiciamos y de camino castigamos. Reconozco que abandonar los juicios es muy difícil dado que hemos elegido la estructura de pensamiento del ego en vez de la del ser. Ello es lo mismo que optar por el miedo en vez de por el amor, los dos principios en los que se contrapone la vida y de los que se derivan todos los demás.
Son muchos los casos en los que el pensamiento único y obtuso ha reemplazado al razonamiento lógico, sensato y sano, libre y abierto. La oscuridad egoica ha ensombrecido el resplandor de la verdad y de la paz. Cada cuál decide hasta donde puede hacerlo. A fin de cuentas, los estereotipos, la herencia genética, el aprendizaje social y los tics pervivientes de ideologías totalitarias –tanto religiosas como políticas-, más el sentido de autodefensa –el miedo, otra vez el miedo-, priman sobre la verdad que es única e inalterable.
Ante la tentación del juicio, la condena y el castigo, habrían de anteponerse la mera observación y la aceptación y, en muchos casos, la amabilidad de pensamiento cuando no la caridad, entendida como cercanía de la solidaridad. Me parece que un pequeño esfuerzo de buena voluntad y un acercamiento crítico a nuestra propia forma de pensar nos acercarían a buenas soluciones porque nos haríamos conscientes de nuestras propias lacras y confusiones. Si fuésemos sinceros con nosotros mismos, quizás mejoraríamos a la luz de quiénes somos en realidad y de cuáles han sido nuestras experiencias y del juicio pasaríamos a la indulgencia y la admisión.