En el mismo centro de Huelva podemos encontrar un lugar de relajación, ese del momento corto del cigarro, de no pensar demasiado, el de ver y admirar.
Recuerdo que hace ya tanto tiempo que ni mis dedos quieren echar cuentas, las palomas del parque eran todas blancas, sin la menor excepción. Los domingos menos, pero los días entre semana, peleaban por los cañamones, comían de tu mano y de tu boca como entrenadas macotas de un circo sin par. Los tiempos al igual que han mezclado razas y culturas, las han cruzado a ellas, ahora son grises, pardas, blancas o burracas, quiero decir de dos colores, blanco y negro, como los caballos de los indios en aquellas fantásticas películas de vaqueros de las que todos esperamos se vuelva hacer una nueva que desbanque a tanto vampiro.
Dejando a un lado la de la paz con todo el respeto, que solo vuela bajo el auspicio de la ONU, la del arca de Noé, la del maestro Picasso y la de la Anunciación, quisiera rendir un pequeño homenaje a la recién encontrada, momificada, de la segunda Guerra Mundial; seguramente el humo la intoxicó al hacer un descanso en la chimenea de Surrey, Inglaterra; tarde, pero entregó su mensaje, suerte que ganaron los aliados, tenía una información en la cápsula de su pata que hablaba del día D. Según los historiadores en una nota escrita por el sargento Stott.
Vayan por ella, que a la postre cumplió su misión, estas fotografías de unas palomas de Huelva, que no distinguen de idiomas ni ideales y se posan, por ser discretos, en las cabezas de todo tipo de estatuas.
Federico Soubrier García
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